jueves, 4 de septiembre de 2008

El existencialismo



CARLOS ASTRADA
Universidad de Buenos Aires

Was das Individuum betrilft, so ist ohnehin jedes ein Sohn seiner Zeit; so ist auch die Philosophie, ihre Zeit m Gedanken erfasst.
(En lo que concierne al individuo, cada uno es, por lo demás, hijo de su tiempo; asi también la filosofía es su época concebida ideológicamente).
HECEL, Grundlinien der Philosophie des Rechts, Vorrede.
El apogeo del "existencialismo", de las diferentes tendencias filosóficas y problemas que se incluyen en esta designación, es resultado de la vigencia de un clima espiritual, de una sensibilidad histórica favorables para disposiciones emocionales e intelectuales que encuentran su fundamento en el hombre concreto, en la primacía de las estructuras de su existencia. Pero este clima o estado anímico general, a cuyo advenimiento han contribuido también la poesía, con sus nuevas dimensiones vivenciales, y la literatura y el arte, tiene sus raíces más profundas en la filosofía, en la actitud filosófica del hombre contemporáneo que, en medio de una situación histórica modificada, empieza a vislumbrar en el existir (Dasein), el único acceso a la vida, como peculiar modo de ser. La visión filosófica, que se había enajenado en la objetividad, en las instancias racionales a que tiene acceso la conciencia cognoscente, el yo abstracto, se desplaza hacia lo inmediato, a la esfera de la emotividad y de los estratos irracionales del sujeto real, es decir, hacia el hombre existente y la peculiar movilidad de sus estructuras temporales.
Este desplazamiento se ha venido gestando en el seno mismo de las posiciones racionalistas del idealismo moderno y de las tendencias influidas por éste. Así, Fichte afirma que la realidad que contempla la filosofía va a encontrar su centro en el hombre; la filosofía ha de tener por objeto la existencia del hombre, tomado integralmente. Schelling, a su vez, prestando atención a la inmediatez de los contenidos existenciales, nos dice que el dato irracional, en el sujeto existente, escapa a las categorías racionales de la conciencia cognoscente. También Hegel reconoce el momento de la existencia, pero ésta, como lo histórico singular, como sujeto finito, queda, para él, recogido en la razón absoluta, y es "superado" y desaparece en el proceso racional dialéctico. Aunque el problema de la existencia queda filosóficamente insinuado en estas posiciones, el enfoqvie del mismo no llega, sin embargo, a ser expreso ni temático. Recién va a serlo, cobrando aquel desplazamiento el carácter de una centración en la concreta existencia del hombre, con Kierkegaard, pese a que el planteamiento kierkegaardiano no tiene lugar en un plano estrictamente filosófico, sino religioso. Kierkegaard niega la posibilidad del pensar puro, representado y tipificado, para él, por el idealismo dialéctico de Hegel. Este identifica ser y pensar, lo que significa, según el místico danés, no existir concretamente, ausencia de verdadero interés por sí mismo —por la existencia impermutable del individuo singular— ya que el existir entraña el máximo interés para el existente, lo que hace que éste "tenga constantemente, un TÉXo;"; el interesarse, pues, por el existir expresa la realidad misma. Pero, con todo, Kierkegaard estuvo lejos de entrever la posibilidad de asentar una ontología de nuevo giro sobre el primario e indesplazable interés del hombre concreto por su propio existir. No infirió la dimensión problemática de las estructuras que están en la base de la ec-sistencia. No obstante su profundo y estremecido buceo en el "instante" y la penetración con que logra discernir el carácter impermutable, de singularidad, propio de lo histórico, tampoco llegó a ahondar en la esencia de la temporalidad, quedando, por ello, aferrado al concepto vulgar de tiempo. Todo esto hizo que permanecieran veladas, para él, las estructuras ontológico-existenciales de la finitud radical del ente humano y que, planteando el problema de la alteridad, y por lo tanto de la trascendencia, en el terreno óntico religioso, apelase a un eterno, a un Absoluto, que desde el seno de su oculta inmanencia deja caer, desprenderse, a la finitud existente. La filosofía nietzscheana, adversa, a su vez, a la hegemonía de la ratio y del espíritu, y del correlativo predominio del hombre meramente "consciente" y desvitalizado, también va a señalar a éste la necesidad de retornar a sí mismo, de concentrarse en sus potencias inmediatas, en su ser real. En este sentido, por haber formulado genialmente esta exigencia, Nietzsche, con su filosofía de la vida, en la que ésta es considerada como "la forma, para nosotros, más conocida del ser" y, a un tiempo, como la más potente, es uno de los grandes precursores de la filosofía de la existencia. Pone al descubierto, mediante una crítica incisiva y hasta destructora, las raíces de la idea de un tras-mundo, erigido, tanto por la filosofía (por el platonismo) como por la moral y la religión, en el verdadero mundo, frente al cual éste, en que vivimos, queda desvalorado y reducido a mundo aparente. Nietzsche va a mostrarnos, al hilo de un análisis que penetra en las últimas motivaciones, cómo el hombre, arrebatado por el señuelo de las "ilusiones trascendentales" deserta de su propio ser, para vacar, como entelequia, a un mundo inventado, construido, por la razón. Nos dice que el hombre, en tanto que se supedita exclusivamente al deseo de conocer, deviene un ente falsificado por la ratio, que se aleja de su propia esencia, es decir de su existencia. Es así como permanecemos extraños a nosotros mismos, hasta el punto, subraya, que "cada uno es para si mismo el más lejano".

II
Estos son los antecedentes, que podemos llamar directos, y, a la vez, la filiación doctrinaria de la actitud existencialista. Ahora cabe preguntar cuál es el significado y alcance que debemos asignar al "existencialismo", devenido caudalosa y dilatada corriente de la filosofía actual. Ante todo, hay que señalar en él un marcado interés por el ser del hombre singular, histórico, entregado a su peculiar existir, a su ser y hacer. Este hombre concreto, y no el ego abstracto del racionalismo y de los sistemas idealistas, debe constituir el punto de partida y también la meta de toda pesquisición filosófica. En su origen, éste y no otro ha sido el fin que, confesada o tácitamente, se ha propuesto la filosofía con su retorno a la existencia y a sus estructuras inmanentes. De aquí que cobre primacía, para la consideración filosófica, la subjetividad humana, y el ámbito de su más próximo comportamiento finalista, con todo lo que de inmediatez pre-gnoseológica hay en ella. El pensamiento que, por imperativo de una razón cognoscente, ansiosa de universalidad y necesidad, se había situado en el punto de vista del objeto, y de las categorías por las cuales el conocimiento de éste se funcionaliza, retorna al sujeto existente y trata de inferir, para la exploración filosófica, zonas de la subjetividad que, en virtud de una sistemática y radical tendencia objetivista, habían sido preteridas o sencillamente consideradas como dominio del puro arbitrio irracional y, por lo tanto, irrelevantes y opacas para la labor conceptualizadora. Este tornarse del interés filosófico a la existencia y a su móvil suelo problemático trae aparejadas dos posibilidades o direcciones. O sólo el contacto con la existencia como un punto de partida reputado inabolible, pero que cabe sobrepasar en el movimiento de una trascendencia que no renuncia a la objetividad y a postulados de validez universal; o al afincamiento en la existencia, considerada como un comienzo y, a la vez, como una meta de toda indagación, de modo que la existencia y su esclarecimiento esté como tarea al principio y al fin de la filosofía. En este último caso, la cuestión de la objetividad en el conocimiento queda desproblematizada por su implicación en una estructura más primaria, que supera la disyunción entre lo "subjetivo" y lo "objetivo"; la llamada objetivación vendría a ser un extrañamiento de la existencia, un salto por encima de lo existencial. Por consiguiente, la existencia como tal y en concreto no puede ser "objeto" de conocimiento, en la acepción gnoseológica tradicional de esta palabra. Dentro de estas dos posibilidades principales caben puntos de vista intermedios o mixtos. De aquí que, en el "existencialismo", podamos distinguir diversas actitudes y tendencias que hacen sentir su influjo en todas las elaboraciones del pensamiento contemporáneo. El acento que recae en el problema de la existencia tiene distinta fuerza según sea el propósito y la orientación que implican esas actitudes. Así, hay un "existencialismo", que más propiamente podemos llamar existentivismo, en el que se otorga prelación a los contenidos ónticos de la existencia humana y a la inmanencia de sus modos estructurales, con una muy precaria posibilidad de trascender hacia una instancia objetiva, puesto que el movimiento que a ésta conduce está constantemente acechado por una negatividad que no le adviene de fuera, sino que es intrínseca a ese impulso, el cual desde su raíz misma se nos presenta amenazado por el fracaso o, para hablar en términos de Jaspers, por el "naufragio" que, al final del esfuerzo, cuando éste, tras dramática tensión, remite, es su peripecia inevitable. Pero como, según este punto de vista, la existencia no está situada al comienzo de la filosofía, sino más allá de los límites de ésta, y el filósofo, en su empresa, estaría condenado a valerse únicamente de la razón y su modus operandi, entonces resulta que la existencia es una realidad inaccesible, una meta inalcanzable para el conocimiento. También se denomina a sí misma "existencialismo" la tendencia que identifica a éste con un "humanismo", con predominio del factor subjetivo y antropológico, aunque esta posición, en la medida que ella aspira a proporcionar una perspectiva sobre los problemas de la metafísica ontológica, implica supuestos objetivistas y adopta criterios idealistas. Se incluye asimismo en el "existencialismo" a posiciones que, implicando desde un determinado enfoque una analítica fenomenológica de la existencia humana (Dasein), sin embargo sólo consideran a ésta como punto de partida básico para la interrogación por el ser, interrogación que es posible por ofrecer la existencia humana la oportunidad óntica para la misma. Tal es el caso de la filosofía de Heidegger, a la que no se puede involucrar en el "existencialismo", tomado en las acepciones que hemos consignado. Pero, si tenemos en cuenta su punto de partida, su terminus a quo, la posición del genial filósofo germano también hace recaer su acento en el ser del hombre, en la necesidad de rescatarlo desde las lejanías de una gélida objetividad, desde el plano de la razón abstracta, donde sólo funciona como un ente anónimo y es mero concepto, para centrarlo en la ec-sistencia. No obstante, la determinación de las estructuras existenciales no es la meta de la filosofía. Tal tarea es sólo un momento del proceso analítico de la hermenéutica de la existencia humana. Igualmente se cuenta en la gran corriente del "existencialismo" al llamado existencialismo católico, posición en la que el problema de la existencia, por ser contemplado como un mero tránsito, queda mediatizado por exigejicias extrafilosóficas, concretamente de tipo dogmático y confesional. Se trata, en unos casos, de una mezcla de existencialismo difuso y dogmatismo espiritualista católico, tratando éste de presentar una faz un tanto secularizada; y en otros, del intento, imposible de conciliar, de amalgamar la temporalidad, es decir, la historicidad de la existencia humana con los principios de la postulada philosophia perennis, las presuntas verdades eternas (las veinticuatro tesis) que, con intención apologética, proclama la neo-escolástica. Porque de un "existencialismo" cristiano se puede propiamente hablar sólo con referencia a Kierkegaard, que planteó el problema en función de la fe como paradoja absoluta, como dramática tensión, la que, en el alma angustiada del hombre singular, existente, supone la síntesis, siempre precaria, de lo temporal y lo eterno, de finitud e infinitud. El objeto de la fe, de la fe apasionada —la única verdadera, para Kierkegaard— es lo absolutamente paradojal porque es la paradoja la que niega y hace desaparecer la oposición entre lo temporal y lo eterno, haciendo a lo histórico, eterno, y a lo eterno, histórico. En el sentido del esfuerzo para alcanzar, en la pasión de la fe, aquella síntesis, Kierkegaard (caso extremo del individualismo historicista), representa con su grandeza desesperada, la cima insobrepasable, en que se agudiza, la antinomia de finitud existencia! y trascendencia divina.

III
Lo precedentemente consignado nos permite ya señalar la radical novación filosófica que aporta la actitud existencialista. Esto explica la crítica e incluso apasionada polémica que ha suscitado de parte de las tendencias más o menos ortodoxas. La mayoría de los representantes de la filosofía tradicional, reaccionando violentamente contra el "existencialismo", quieren ver en éste una impasse transitoria en la dirección supuesta invariable y ya definitivamente trazada por que discurre el pensamiento filosófico. De aquí que intenten explicar el advenimiento del existencialismo (con el propósito de neutralizarlo), como una "filosofía de la crisis", condicionada por factores históricos que, en virtud de una situación anómala y aleatoria, habrían interferido la línea evolutiva de la filosofía occidental. El "existencialismo" sería, entonces, signo y resultado de la desorientación dolorosa en que se debate el hombre de hoy, por haber perdido momentáneamente el rumbo cierto, tradicional, y el contacto con la corriente especulativa que, desde los comienzos griegos, viene discurriendo por un cauce ya predeterminado en la totalidad de su trayectoria. Así entendido, el existencialismo sería un fenómeno de transición, una desviación de la gran ruta que trae la filosofía. Pero esta explicación olvida que toda problemática filosófica nueva entraña el aguijón de una "crisis"; ella pone en crisis a las tendencias hasta entonces imperantes, en el sentido que las rectifica o supera. Toda problemática que, por la autenticidad y fuerza de su impulso inquisitivo, cala hondo en los entresijos del acontecer histórico crea siempre una discontinuidad con relación al pensamiento anterior. Se abre un hiatus en la marcha de éste, y tras la pugna y la polémica entre las tendencias dominantes y la filosofía innovadora, se impone ésta, que pasa así a informar, en todos sus contenidos vigentes, el espíritu de una época determinada, deviniendo por ello filosofía de esta época. En el caso del "existencialismo" concierne mostrar que no es una "filosofía de la crisis", en el significado de producto de una situación anómala, de desvío respecto a un rumbo que le hubiera sido prefijado al pensamiento occidental, sino que él implica una crisis de la filosofía, un cambio de derrotero en el planteamiento y absolución de sus problemas fundamentales (el problema del ser, de la verdad, del tiempo de la trascendencia). Que ha sobrevenido con el "existencialismo" una crisis para la filosofía lo está denotando el esfuerzo que realizan las posiciones tradicionales por poner de acuerdo sus principios y filosofemas con la problemática nueva y, como esto es imposible, porque está de por medio la diferencia de situaciones históricas, lo que, en el fondo, ellas intentan es desvirtuar y torcer esta problemática para adaptarla a éstos, a sus exigencias teóricas y prácticas. Esta crisis está bajo el signo de una ruptura radical con el platonismo y los principios y criterios pervinientes del mismo. Pero si los fermentos de esta crisis están en los motivos filosóficos movilizados por el "existencialismo", su germen productor no ha sobrevenido con él, sino que estaba ya entrañado en los comienzos mismos de la filosofía, de su proceso inquisitivo. La actitud existencialista, aunque inexplícita, pero supuesta, estaba ya germinalmente activa en el punto de partida clásico de la indagación filosófica. En efecto, en estos comienzos la filosofía aparece directamente referida al problema de la existencia humana. Podemos hablar, pues, de un enraizamiento de la filosofía, como especulación y como doctrina, en una primaria motivación existencial, desde que ella va a encontrar su fundamento y justificación en el hombre en tanto que éste, para advenir a su esencia humana, necesita filosofar. Así, para Platón, el hombre es esencialmente hombre en la medida en que es apto para encontrarse a sí mismo en la reflexión filosófica. Esta es la razón de que la metafísica platónica sea el fundamento de un humanismo. Y Aristóteles, al hilo de la idea de philosophia prima, esclarece, ante todo, el concepto de amor a la sabiduría o sea al más profundo conocimiento, apelando al modo en que el hombre ejercita este conocimiento, ya que sólo mediante el mismo puede llegar a estar presente, a existir, en tanto que hombre, en la filosofía. Ya hemos hecho notar que los antecedentes directos de la actitud existencialista están en el idealismo alemán y en las posiciones influidas por él, tanto en sentido positivo como negativo (Marx, Kierkegaard, Nietzsche, Feuerbach). Mas, hay que señalar que es precisamente con las orientaciones especulativas del idealismo alemán que se inicia la ruptura con el platonismo y su concepto de un mundo objetivo y trascendente, de un reino de objetos reales y eternos (ideas) que no serían producto de la realidad histórica singular. Esta ruptura con los postulados de la trascendencia y objetividad absolutas, con las sedicentes categorías eternas, va a consumarse en el "existencialismo" por obra de las posiciones que en éste traducen una reacción más radical e innovadora, en pugna con el platonismo y sus últimos avatares, representados por los presupuestos dogmáticos de la teología cristiana. Tal acontece principalmente merced a la filosofía de Heidegger, cuyas elucidaciones han evidenciado que las proclamadas "verdades eternas", como así también la identificación —mejor, confusión— de la idealidad de la existencia humana (derivada del carácter fenoménico de la misma) con un sujeto absoluto e idealizado, delatan la precaria y subrepticia pervivencia "de los restos, todavía ni con mucho radicalmente eliminados, de teología cristiana, dentro de la problemática filosófica" (S. u. Z., pág. 230). Es así que, apartándose de los principios trascendentalistas del platonismo y su elaboración teológica, la posición de Heidegger toma como punto de partida de toda indagación filosófica la nuda facticidad de la existencia humana (Dasein), manifiesta en su estar-en-el-mundo, a fin de establecer su verdadera situación, tal como ésta se presenta más acá de toda concepción religiosa y trascendental.

IV
La filosofía existencial es, sin duda, la principal corriente filosófica y, a la par, como "existencialismo" uno de los más importantes movimientos espirituales del presente. Pero, en cuanto ella ha cuajado en este "ismo", está corriendo el albur de todos los "ismos". Sus adherentes y prosélitos, tienden a cerrarse, mediante un opinar sin discrimen, taxativo y sumario, a la comprensión auténtica de los problemas implicados por las posiciones filosóficas en que esta corriente se ha originado. La consecuencia no suele ser otra que el confusionismo acerca del alcance efectivo de los influjos operantes y de la verdadera proyección de las distintas direcciones que afluyen al "existencialismo". Todo "ismo", ya sea artístico, literario o filosófico, tiene su público y en éste asume la dictadura, por medio de lemas, consignas y recetas, el innominado señor "todo el mundo" (el man heideggeriano). Cuando el "ismo", por este procedimiento, ha canalizado sus vías en el dominio de la publicidad e impera, así, el dictamen trivial, la autenticidad originaria de la problemática subyacente suele quedar velada para la mayoría de ese público como así también para sus expositores, críticos y hasta para sus adversarios. Interviene la chachara, el discurso insustancial, y entonces a la auténtica apropiación comprensiva de los problemas se sustituye una inteligibilidad trivial y espesa, que desemboca en la confusión de posiciones y puntos de vista. La pulcritud discriminativa y la precisión brillan por su ausencia en las formulaciones corrientes y, sobre todo, en las apreciaciones de carácter polémico, y todo es uno y lo mismo. Así se ha llegado, mediante los ensayos de vulgarización del "existencialismo" y la confrontación de las diferentes tendencias que confluyen en él, a las conclusiones taxativas e inconcusas más peregrinas. Pero dentro de la diversidad de las posiciones abarcadas por la común denominación de "existencialismo", y de sus puntos de contacto y divergencia, cabe discernir una dirección, la de más envergadura y estrictez filosófica, representada, sin duda, por el pensamiento de Heidegger, en el que está el pulso y el rumbo de la nueva problemática. Una de las consecuencias de más alcance de la analítica fenomenológica de la existencia humana (Dasein) es la que destaca la situación de ésta, tal como ella se presenta en este mundo, en su nuda facticidad, como un proceso temporal, en sí mismo concluso. Deja, por ello, de ser concebida como mero tránsito, en función de otro mundo de beatitud, a que estaría destinada. De aquí surge la afirmación de la existencia concreta, con su ámbito social-histórico y del destino del hombre como ser terreno, quedando, para éste, expedito el camino que ha de conducirlo a su humanidad plena, sin interferencias trascendentalístas ni llamadas del más allá. Porque el hombre adviene a la existencia en virtud de que puede acceder a la verdad del ser, lo que está en cuestión es nada menos que la realización de la esencia humana del hombre como un ser de este mundo, consignado a su propia órbita finita. El hombre sólo puede concebirse en su humanitns y tender hacia ésta porque piensa la verdad del ser y deviene el ec-sistente por accesión a su propio ser. La esencia del hombre está en lo que éste efectivamente es, y no más allá, y por esto él quiere ser solamente lo que puede ser, pero esta esencia del hombre —su humanitas— es histórica y no una estructura o núcleo ontológico de carácter supra-temporal. Vale decir, que el ser del hombre ha de realizarse en la historia a través de todas sus contingencias, necesidades y cambios. En medio de éstos, inmerso en el tiempo histórico, el hombre estará siempre abocado a su gran peripecia terrena: devenir humano, encaminarse a la plenitud de su propio ser, en virtud de la relación que en el seno de su mismidad, el ámbito temporal de su ec-sistencia, instaura con el ser, como lo permanente en el proceso de su humanidad histórica 1.
1 Una fundamentación más explícita de las ideas expuestas en este relato, relacionado con aspecto esenciales de esta problemática, está contenida en nuestros libros: El juego existencial (1933), Idealismo fenomenológico y metafísica existencial (1936), El juego metafísico (1942), Temporalidad (1943), Ser, humanismo, "existencialismo" (1949).

jueves, 14 de agosto de 2008


Datos biográficos

Carlos Astrada nació el 26 de febrero de 1894 en Córdoba, Argentina, y murió en Buenos Aires el 23 de diciembre de 1970. Tras iniciar estudios de Derecho, en Córdoba, y encarar su formación humanística en forma autodidacta, se vincula con Deodoro Roca, Saúl Taborda y otras figuras, y participa activamente en la Reforma Universitaria.
Hasta 1927 publica ensayos y artículos filosóficos y literarios y hace amistad con Macedonio Fernández, Emilio Pettoruti, Antonio Navarro, mientras se desempeña en la Biblioteca de su Facultad.
Mediante un ensayo, “El problema epistemológico en la filosofía actual”, ese año gana por concurso una beca para efectuar estudios filosóficos en Europa. Allí viaja y se instala en Colonia. Asiste a los cursos de Nicolai Hartmann, Helmuth Plessner y Max Scheler, quien le brinda su amistad.
Tras su matrimonio con Catalina Heinrich se traslada a Friburgo para seguir los cursos de Husserl y Heidegger, entre otras figuras. Va a Colonia y a Bonn, donde continúa perfeccionándose hasta 1931, cuando por motivos económicos debe regresar con su familia. Se dirige a Córdoba, donde se traba su ingreso en la docencia. Luego de varios traslados se asienta en 1937 en Buenos Aires, donde había sido nombrado profesor adjunto de Historia de la Filosofía Moderna y Contemporánea en la Facultad de Filosofía y Letras (1935). En La Plata enseñará Etica y otras materias filosóficas.
En 1947 es profesor de Gnoseología y Metafísica y director del Instituto de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Interviene decisivamente en la organización del I Congreso Nacional de Filosofía, que tiene lugar en Mendoza en 1949. En 1956 es expulsado de sus cargos por la Revolución que había tenido lugar el año anterior. Viaja a Moscú, poco después a Shangai y Pekín, donde se entrevista con Mao Tse-Tung.
Sus posiciones doctrinarias e ideológicas, sostenidas con fervor y vehemencia, le provocaron roces con figuras y corrientes encontradas. Pero Astrada ocupa un lugar eminente en la filosofía y el pensamiento argentino.


1. Esencia y naturaleza humana

El humanismo que propugna Astrada remite al devenir dialéctico de la libertad, impulsado por la praxis transformadora. El hombre enajenado se identifica con el proceso de conquista de su libertad, que ha de rematar en un humanismo socialmente integrado, democrático e igualitario.
El énfasis en esta postura definitiva será precedido por la referencia ontológica del hombre a la finitud existencial, según las líneas de la doctrina heideggeriana de Ser y Tiempo. El ser en el mundo, la inmersión constitutiva del Dasein en el besorgen, fija el horizonte ontológico al cual la naturaleza del ser humano refiere. En el I Congreso Argentino de Filosofía, 1949, dirá que “este hombre concreto (el de la existencia) y no el ego abstracto del racionalismo y de los sistemas idealistas debe constituir el punto de partida y también la meta de toda pesquisición filosófica” (Astrada, 1950: 349-358).
El existencialismo, que fija la tónica de su pensamiento en las décadas del 30 y 40, queda claramente expuesto en forma temprana, en 1932, apenas de regreso de sus estudios en Alemania. En una conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires, “Heidegger y Marx”, expone la disolución del yo, el espíritu postulado por los idealistas como esencia del hombre en las estructuras existenciarias, que resolverán la humanidad en “mero momento inmanente” del ser en el mundo. La sustancia humana no consiste en el espíritu sino en la existencia temporal (Astrada, 1933: 1053-1060).
Pero el mismo título de la exposición revela la influencia de Marx en su pensamiento, y debemos matizar la tajante distinción que suele practicarse entre su época existencial (1930-50) y el período dialéctico (1950-70). La aproximación a Heidegger alberga reservas, que se irán ahondando desde el momento en que el pensador germano practica el “giro” de su doctrina para centrar su meditación en el Ser. La analítica existenciaria, entendida sin proyección metafísica (y en 1932 Heidegger no había emprendido aún el camino de la “kehre”) le permite a Astrada un cotejo con Marx, en el plano de la interacción social. Se trata en ambos casos del hombre concreto, primariamente envuelto en el mundo práctico de la coexistencia y el trato con las cosas.
Ambos, Marx y Heidegger, enfrentan al idealismo. El primero rescata de la filosofía hegeliana la dialéctica para introducirla en el cuerpo social e histórico e iluminar las contradicciones que mueven la historia. Sobre esta línea desarrollará Astrada su pensamiento humanista postexistencial. Pero comienza por asentar que es en el campo de la finitud existencial, ese cuyas estructuras ontológicas analiza Heidegger, donde el destino del hombre se debate.
Esta doble aproximación a la naturaleza del hombre envuelve una tercera perspectiva: la de Nietzsche, quien sostenía como aquellos el agotamiento del imperio de las Ideas sobre la existencia y figuraba el futuro como el advenimiento de un “niño”, que según la sentencia heraclítea sobre el Tiempo, juega a los dados, abre instancias históricas.
Al comentar las “tres transformaciones” nietzscheanas, afirma Astrada que el niño es “el que va a saber de la libertad, porque es absoluta afirmación, es afirmación nuda y simple de sí mismo y del mundo. Todo para él, identificado con su mundo, es descubrimiento; es el primer tramo de la vida. Hay en ello, de parte de él, una conquista del mundo como su mundo; es una necesidad que lo hace sentirse nuevo, adviniendo a su propia humanidad. Esto nos coloca frente al fenómeno visto y elucidado genialmente por Hegel en la Fenomenología del Espíritu: la alienación. Marx lo ha tratado también, exhibiéndola en su efectivo alcance social y económico” (Astrada, 1992: 102).
Esencialmente una nada, el ser humano se mantiene en un juego existencial en el que le va su ser. Así concibe el mundo, se da un mundo en el cual él mismo se constituye como ser-en, dicho en términos heideggerianos.
Entenderá el juego en forma de acción que no se rige por absolutos o eternidades trascendentes. Implica que el hombre puede liberarse de la enajenación para asumir la finitud y soledad terrenas, ser libre. El juego señala propiamente la finitud del hombre; se trata del ámbito de la libertad en el que se arriesga el ser, el ser humano juega su posibilidad de realizarse mediante una praxis transformadora.
Nio se tiene esencia de antemano decidida sino que hay que forjarse a sí mismo por medio de la libertad. Para realizarse es necesario el nihilismo, posición que antecede al desprendimiento y liberación de las superestructuras trascendentes que capturan y enajenan el sentido de la existencia humana. Nietzsche las representa en el Dios que ha muerto. Asumida la finitud, el hombre se recupera a sí mismo como fuente de valor y dignidad y puede forjarse un destino auténtico.
Se verá, como un particular ejemplo de realización posible, el planteo del Mito Gaucho, cuya primera edición es de 1948. Entre otros puntos de notorio interés, en este trabajo se observa en primer plano, junto con la de Heidegger y Nietzsche, la veta marxiana, que orienta el humanismo por las vías de una historia que es el rescate del hombre de su alienación mediante una praxis radical. El hombre puede acceder al mundo de la libertad no ya como individuo centrado en sí en la relación con los otros, sino en cuanto ser social, miembro de un colectivo inalienable de sí.
Astrada se orientará luego en este perfil sociohistórico del hombre, distanciado del Dasein heideggeriano. El camino a la humanitas no enajenada será el de la praxis dialéctica de Marx, que envuelve materialismo histórico y dialéctico. En uno de sus últimos trabajos dirá que la marcha debe seguir la senda de la “revolución ininterrumpida”, que es “la energeia de toda progresión histórica”, y ha sido preconizada por Marx, Lenin, Mao Tse-Tung. Es una aurora que no ha brillado todavía; sólo se sabe de ella por sus apariciones subitáneas. “La revolución ininterrumpida, una nueva existencia suya en acto, parece ser, pues, el objetivo indesplazable y alucinante de la próxima etapa en el acelerado decurso histórico de nuestros días” (Astrada, 1969: 144-145).
En 1957, en Trabajo y alienación, avanza ideas y ajusta cuentas. Comienza por rechazar que la Fenomenología del Espíritu constituya una antropología, a pesar de su incitación para los enfoques antropofilosóficos contemporáneos. De los intentos existenciales, “el de Heidegger y el de Sartre, moldeado este último sobre el del primero, pero con un sentido esencialista que no altera la tradicional relación entre existencia y esencia, muy poco o nada positivo aportan a este respecto. El homúnculo de Heidegger, el desvalido pastorcillo de un Ser mitologizado, y el homunculillo de Sartre, el hombre tramposo de la ‘mala fe’, flotan sin nexo efectivo con las circunstancias históricas del presente” (Astrada, 1965: 40).
El hombre no podría rescatarse de la alienación del modo como lo pretende Hegel, que la hace alienación de la conciencia (Fenomenología del Espíritu), ni tampoco siguiendo al irracionalismo, puesto que no constituye un proceso anímico que borra la conciencia. “La única posición desde la cual puede ser superada la alienación del hombre de la naturaleza y en el producto del trabajo –alienación en la cosa- es la del humanismo activista o dialéctico de la libertad, de raíz y proyección marxista” (Astrada, 1965: 119-121).


2. Posturas gnoseológicas

El punto de partida para el planteo del conocimiento no un sujeto abstracto y ahistórico sino el estar en el mundo. El hombre concreto, el cognoscente real, se relaciona con sus objetos desde su situación existenciaria. Este enfoque “desproblematiza el problema del conocimiento en su clásico planteamiento: un sujeto teórico y acósmico, sin mundo, situado frente a un objeto a conocer, objeto vaciado de todo significado objetivo o mejor, existencial. No hay tal escisión entre un sujeto cognoscente, sin mundo, y un objeto a conocer, sin relación con la existencia del cognoscente” (Astrada, 1933: 1054).
El hacer y obrar del hombre precede y hace posible todo conocimiento teorético; la esencia o ser de las cosas, no sólo su sentido, se asienta en su uso humano.
En “Praxis y conocimiento”, de 1949 (Llanos, 1962: 136-138), Astrada insistirá en el enfoque práxico. Reconoce la razón que le asiste al pragmatismo en cuanto el vínculo primario del hombre con el mundo no consiste en una relación teorética sino que es de índole práctica; en tal sentido se es antes homo faber que rationalis. Pero tomando distancias con esa línea de pensamiento advierte contra el desplazamiento o la reducción del segundo por el primero.
Marx otorga prioridad a la praxis, concebida esta como “acción radical”. Se trata de una acción “que asciende de la raíz misma, aún no bifurcada en teoría y práctica, del ente humano y que está condicionada por la situación en que éste se encuentra frente a las cosas de su mundo circundante y a su propio ámbito histórico” (Astrada, 1962: 136). Todo saber teórico remite a la acción situada en un ámbito existencial y en un horizonte histórico.
La exégesis heideggeriana de la cura y el estado de abierto es compatible con las líneas praxeológicas de las Tesis sobre Feuerbach: desde la acción sensible, que marca la relación con la Naturaleza, hasta la acción revolucionaria, que rehace las relaciones sociales, el dominio de la praxis sobre la representación teórica asume una magnitud más que pragmática, fundante de toda visión y ciencia y al mismo tiempo de la subjetividad y la objetividad histórica.
La valoración marxiana “coincide con el postulado pragmatista, y también con el sentido que asume la praxis en la posición ontológico-existencial heideggeriana. Vale decir que con el homo oeconomicus de Marx coincide el homo faber del pragmatismo, y, parcialmente, el homo curans (el hombre del cuidado, de la preocupación solícita) de Heidegger” (Astrada, 1962: 137).
Distingue nuestro filósofo entre práctica y praxis. En la confluencia heideggeriana sostiene: “El pensar del homo humanus, como pensar del ser, no es ni teorético, ni práctico. Él adviene antes de esta bifurcación del comportamiento humano. No es un pensar que tenga un efecto, que remate en un rendimiento útil. Para su esencia es suficiente que él sea, y siendo cumple con su misión que es únicamente mantener viva su sustancia tradicional, dejando que el ser advenga y enunciarlo, decirlo, acogerlo y darle cuño en el lenguaje. El pensar, así concebido, en primariedad ontológica, permite al hombre la centración en su esencia humana. Pero, pera llegar a esta situación, para encontrar el centro de su humanidad, la praxis, que él con preocupación solícita ejercita, debe ayudarlo a retomarse, a retornar de su enajenación y, con esto, superar su apatridad” (Astrada, 1962: 137).
En la conferencia de 1932 planteaba la relación teoría-práctica. Alejado lo mismo que Heidegger del neokantismo, enfrentado al monadismo noético de la fenomenología, la motivación marxiana acompaña la evolución de su pensamiento hasta volverse dominante en definitiva. En postura existencial, asume sin embargo en forma anfibológica, ubicado en la relativa traducibilidad de la praxis heideggeriana a la de Marx: “La cuestión de saber si el pensamiento humano puede llegar a una verdad objetiva no es una cuestión teórica, sino práctica. Es en la práctica donde tiene el hombre que probar la verdad de su pensamiento” (Astrada, 1933: 1055).
Al mismo tiempo presentaba la cuestión de la dialéctica, que es ajena al pensamiento de Heidegger. En este punto adhiere a la temática hegeliana, que cultivó durante toda su vida, en particular en vinculación con Marx. En el ensayo de 1932, liminar pero definitorio en varios aspectos, asienta con este que “lo ideal no es sino lo material, transpuesto e interpretado en la cabeza del hombre”, según se dice en el Prefacio de la II edición de El Capital. De este modo, comenta Astrada, “la dialéctica es introducida en el interior del cuerpo social, y se transforma en un proceso temporal henchido de realidad, de la realidad de las terribles y perentorias contradicciones sociales”. Así es como en Marx la dialéctica deviene el movimiento vivo “de un proceso social de proyecciones revolucionarias” (Astrada, 1933: 1057).
Con este trazo grueso alude a ítems de la tradición marxista, entre los cuales recogerá la cuestión de la ideología, de la dialéctica y su relación con el problema del conocimiento, apelando particularmente a la obra del joven Marx.
En 1957, a raíz de la publicación de Hegel y la dialéctica, Astrada entabló una polémica con Ernesto Giudici sobre la teoría del reflejo. En esa obra observa que Engels y Lenin habrían retrocedido con respecto a Marx en sus concepciones de lógica y teoría del conocimiento. Lenin, en efecto, incurre en mecanicismo en su Materialismo y empiriocriticismo (1909), donde enuncia la teoría del reflejo, concebida al modo de copia de la realidad objetiva. Pero revisará la tesis en Cuadernos filosóficos, donde asienta que la concordancia del pensamiento con el objeto es un proceso.
Astrada cita estos Cuadernos, a cuyo texto adhiere: A propósito de la Lógica Grande de Hegel, Lenin afirma que “el conocimiento es el reflejo de la Naturaleza por el hombre. Pero este no es un reflejo simple, inmediato, total; este proceso consiste en toda una serie de abstracciones, de formulaciones, de formaciones de conceptos, leyes, etc., y estos conceptos, leyes, etc. (el pensamiento, la ciencia, ‘la idea lógica’) abrazan también relativamente las leyes universales de la Naturaleza eternamente móvil y en desarrollo”. El conocimiento –sigue citando- “es el proceso por el cual el pensamiento se aproxima infinita y eternamente al objeto. El reflejo de la naturaleza en el pensamiento humano debe ser comprendido no de una manera ‘muerta’, ‘abstracta’, no sin movimiento, sin contradicciones, sino en el proceso eterno del movimiento, del nacimiento de las contradicciones y de su resolución” (Astrada, 1982: 25).
En Dialéctica y positivismo lógico dirá: “La realidad que abarca la investigación científica, y a la cual se aplica la dialéctica del conocimiento, no es una realidad hecha y estática, sino una realidad en movimiento, en transformación, que se está constantemente haciendo merced ... a una contradicción que le es inmanente, y a la que el racionalismo, atenido apriorísticamente a la identidad, no ve ni reconoce como tal. En cambio la dialéctica, al tratar de reflejar esta realidad, logra conocerla y determinarla aproximativamente de modo específico” (Astrada, 1961: 8). Sobre la praxis, recoge de Hegel por medio del comentario de Lenin: “La conciencia humana no solamente refleja el mundo objetivo, sino también lo crea” (Astrada, 1982: 25).
Astrada observa que con estas reformulaciones se evitan “los falsos supuestos naturalistas y los provenientes del realismo ingenuo que, lastrándola en su marcha, le impedían la ceñida aprehensión de su objeto, es decir de lo real como proceso integral que transcurre históricamente... He tomado simplemente como ejemplo la teoría del reflejo en el Diamat señalando su falsedad si se la concibe como copia mecánica, y el riesgo, si se la aplica al conocimiento del objeto histórico, de cosificar lo que es proceso y devenir. Y aquí está en su lugar una breve apuntación atinente a lo que afirmo, en conexión con el reflejo, sobre la unidad sujeto-objeto, una de las ideas claves de la dialéctica. Digo de esta unidad que es inescindible, no quitándole este carácter el hecho de que ella sea... relativa, sino reforzándoselo, puesto que es directamente relativa a cada momento o contenido del proceso histórico e incluso natural; es una unidad, ella también, en devenir. Sin ella no habría dialéctica histórica” (Astrada, 1982: 25-26).
“Precisamente --le dice a Giudici-- el reflejo, para no ser confundido con la teoría de la copia fotográfica o del calco (teoría simplista y falsa del realismo ingenuo), reflejo ‘muerto’ y ‘sin contradicciones’, según lo que hemos citado de Lenin supone no sólo el movimiento dialéctico del objeto, sino también y correlativamente el del sujeto, cuyo proceso cognoscitivo requiere, según Lenin, una serie de ‘formaciones de conceptos, leyes, etcétera, que abrazan también relativamente, aproximadamente las leyes universales de la naturaleza’; vale decir que ambas actividades o movimientos suponen la unidad sujeto-objeto y el carácter procesual histórico-dialéctico de esta unidad dinámica” [1] (Astrada, 1982: 26).
Pone de relieve en su respuesta que “con el ‘existencialismo’ --concretamente, con la ontología heideggeriana de la existencia-- he hecho, en un libro relativamente reciente, un estricto ajuste de cuentas” e invoca su hegelianismo y su marxismo para reconocer que la realidad efectiva (Wirklichkeit) determina a la posibilidad (Möglichkeit), y por tanto hay una sola revolución posible. Los “dragones” de la dialéctica, dice, están abriendo las puertas del futuro.


3. Hombre y naturaleza

La historia es la verdadera historia natural del hombre, quien no es sólo natural sino también un existente para sí. Al ser captados por el hombre los objetos se hacen humanos, difieren de lo que son en cuanto entes naturales en sí mismos; y los mismos sentidos que los reciben están cargados de sentido: son humanos. Ni en sentido objetivo ni subjetivo existe una Naturaleza directamente manifiesta al ser humano, que se apropia de ella desde su situación sociohistórica (Astrada, 1965: 112).
La referencia marxiana señala la adhesión de principios de nuestro autor al pensamiento del joven Marx sobre la relación humana con la Naturaleza. Señala con éste que Hegel (en la Fenomenología del Espíritu, sección “Señor y Siervo”) ve sólo el lado positivo del trabajo, concebido como el devenir para sí de la conciencia en el interior de la alienación o en tanto que conciencia alienada. El señor toma inmediatamente la cosa que apetece, elaborada por el siervo para él. El siervo se relaciona con la cosa dialécticamente, la suprime y a la vez la conserva al transformarla mediante su trabajo. Entonces el amo, conciencia independiente, viene a depender de la conciencia servil. Esta, como conciencia en sí reprimida, penetrará en si misma y se convertirá en verdadera independencia (Astrada, 1965: 51). “En una página en que el trabajo alumbra con vívida luz la formación y desarrollo del mundo histórico de las interrelaciones humanas –dice-- Hegel nos muestra magistralmente el lado positivo del mismo, su fuerza y valor antropógenos. En la raíz de la relación humana con el mundo de la naturaleza y con el ámbito histórico, en los que el hombre se encuentra situado, está la acción, con la que, a su vez, se inicia el proceso de génesis de las relaciones interhumanas. Más aun, en ella encontramos la génesis de lo humano mismo” (Astrada, 1965: 52). Pero al tratar el problema del trabajo, Hegel no atendió al proceso de la objetivación de lo subjetivo en el producto. El objeto producido se autonomiza, ya no le pertenece sino que es él quien pertenece al objeto. Y “así como el trabajo alienado enajena para el hombre en primer lugar la naturaleza, y en segundo lo enajena a sí mismo de su propia función activa, igualmente aquél enajena la especie para el hombre” (Astrada, 1965: 57). Nuestro filósofo se acoge a la respuesta marxiana.
El trabajo sólo produce mercancías, y en las condiciones de enajenación, también el obrero es una mercancía. Pero el hombre es un ser universal y por lo tanto libre. La supresión histórica de la enajenación le abre cauce a la realización en la postulación marxiana del reino de la libertad, un espacio para el cultivo de los valores propiamente humanos, desvinculados del yugo laboral, que comienza allende la esfera de la producción material, es decir del intercambio con la Naturaleza. Pero no se trata de una independencia utópica respecto de las leyes naturales, sino que se supone su conocimiento y aprovechamiento.
Tal reino de la libertad no es posible en las condiciones de alienación, sino que deberá estar sometido a la regulación social. Astrada agrega que el acelerado desarrollo del proceso tecnológico aligera la carga de servicio a la Naturaleza; los avances en tal sentido “vienen a confirmar su concepción [de Marx] de la libertad del hombre, cuya condición sinequanónica es la disminución de la jornada de trabajo”. La automatización suministra la base para la liberación humana, “la que se erige sobre el reino de la necesidad en un proceso antropógeno identificado con la génesis y desarrollo de la libertad misma; pero ello sólo puede realizarse en una comunidad de productores asociados. Es decir que el hombre capaz de libertad, en el mundo actual, es el hombre socializado” (Astrada, 1965: 131).
Pero el que se puedan concebir mecanismos capaces de efectuar toda clase de trabajos trae por consecuencia la desocupación y la miseria “porque el incremento cada vez mayor de la automación crea fatalmente en todos los sectores de la sociedad capitalista el desempleo”. Por ende, “la base de necesidad sobre la cual se levanta el reino de la libertad es en esta clase de sociedad [capitalista] una potencia omnímoda y ciega que hace imposible la efectividad de la última”. La solución radica en una sociedad socialista, donde se pueda conquistar la libertad mediante la reducción de la jornada laboral (Astrada, 1965: 134).



4. Los valores

En 1938, nuestro filósofo publica una crítica a la concepción axiológica scheleriana y al planteo de Nicolai Hartmann (Astrada, 1938). Rechaza, desde supuestos de la doctrina existencial, la jerarquía “objetiva y absoluta” entre los valores sostenida por Scheler. Observa en el postulado una pervivencia de platonismo, que tiene por reales y eternas las Ideas, ajenas a la realidad histórica. De modo similar se proclama la objetividad del valor en relación con el hombre histórico, temporal, el “sujeto humano existente”, en el sentido de “un principio ideal puramente objetivo y trascendental”. Y esta relación es reconocida por Hartmann (Astrada, 1938: 108 ss.).
El valor reputado eterno, nos dice, durará mientras existan hombres que lo reconozcan como tal. Pero esto no implica subjetivismo. Como contenidos o impulsos desprendidos de la existencia del hombre, los valores adquieren y conservan cierta objetividad, aunque no absoluta.
Reprocha a Scheler desestimar el concepto de libertad, “que constituye el corazón mismo del problema de la ética”. Se puede intentar una fenomenología de los valores y las emociones, pero no se puede fundar una ética sobre la base de valores materiales, que son heterónomos. Si la persona tiene que adherir a valores morales y someterse a su objetividad, el acto que la adhesión implica no puede llamarse autónomo (Astrada, 1938: 114).
En cuanto a Hartmann, que rescata la cuestión de la libertad para la ética, Astrada señala que tropieza también con una aporía: o autonomía de los valores o autonomía de la persona. Y como esta última presupone a la anterior, no puede superar la heteronomía.
En suma, la ética material de los valores “no conoce la suprema libertad del sujeto moral, vale decir, el contenido esencial de toda auténtica filosofía práctica, que consiste en no aceptar la imposición de valores existentes en un trasmundo”. Sin la autonomía personal, es decir sin la libertad, no se puede convalidar ningún principio moral (Astrada, 1938: 133).
Estas críticas se apoyan en la idea de la generación y variabilidad histórica de los valores, de vigencia utópica o proyectiva. Astrada señala la construcción y establecimiento de valores en forma de mito por la Revolución rusa, ya en su juventud, antes de haberse imbuido de las tesis objetivistas de Scheler y Hartmann. Esta idea de la motivación mítica regresa en la elaboración del prototipo del hombre argentino y sus valores, en la década del 40. En El mito gaucho el mito adquiere una dimensión utópica no sólo paradigmática sino arraigada en la historia y pugnante. A contradicciones sociohistóricas, valores contradictorios. El portador de la negatividad dialéctica, el gaucho Martín Fierro, asume valores que se enfrentan con los de la “oligarquía”, o poder opresor, que se encarnan en los contravalores del Viejo Vizcacha. Ambos personajes representan visiones y conductas contradictorias, los valores que pugnan por realizar no son referentes objetivos sino manifestaciones de impulsos de vida histórica: uno establecido, el otro emergente.
A partir del paradigma scheleriano: valor positivo, contravalor negativo, nuestro filósofo aplica “el método de una axiología dialéctica” (Astrada, 1964: 3), en una fértil componenda teórica.
Los valores, por tanto, tienen vida y vigencia histórica, trascienden la situación en cuanto guía y meta identitaria, y comprenden no al sujeto que los reconoce sino a los pueblos o clases que los sostienen en la praxis, en pugna contradictoria que configura la historia.
Se observa que aun en pleno período nacionalista, como lo fue la década de 1940, Astrada plantea los valores en orientación marxiana. Desde ella se puede entender la autonomía, en nombre de la cual rechaza el objetivismo scheleriano, desde la dimensión histórica de los pueblos y las clases encarnada en el mito. Los valores así postulados no son empero universales en su forma sino concretos, están atados a una historia y mito que se recogen y reconocen en función de un proyecto identitario.
Los valores de dimensión universal, los que refieren al humanismo genérico, a los que apuntan sin embargo de su concreción los que se promueven en El mito gaucho, se expresan para Astrada en los términos del naturalismo marxiano y se resuelven en la pugna contra la enajenación para liberar las potencialidades de un ser “universalmente humano”.



5. Propuestas ideológicas

La adhesión al marxismo, claramente definitoria en las dos últimas décadas de la vida de Astrada, se asoma en su juventud. En “El renacimiento del mito”, artículo de 1921, celebra la revolución soviética y exalta a Lenin, aunque no expone con nitidez las ideas propiamente marxianas. Una década más tarde, aun bajo la fuerte influencia heideggeriana, plantea una reivindicación del materialismo histórico (Astrada, 1932: 15-16).
Al mismo tiempo adhiere a los principios de la Reforma Universitaria, movimiento que rechazará a partir de la década del 30, por juzgar que la dirigencia claudica ante la dictadura imperante en la Argentina. Estuvo vinculado con Deodoro Roca y Saúl Taborda, dos de las cabezas más visibles de esa corriente, antipositivistas como él.
En la década del 40 adopta posturas nacionalistas y antiimperialistas, según declara al defenderse de las acusaciones de nazismo que se multiplican contra él. “Me han atacado –dice- por mi supuesto pensamiento político, cuando de la problemática filosófica que venía desarrollando a través de una larga labor no había extraído aún –o las tuve que posponer a móviles inspirados en la defensa de la soberanía nacional- consecuencias que me llevasen o, mejor, me obligasen moral e ideológicamente a militar en algún campo político”. Por neutralista, anticolonialista y antiimperialista “me han atribuido ideas políticas jamás enunciadas por mí” (Astrada, 1982: 28), grupos estudiantiles sionistas primero, y luego falangistas y “cavernícolas de confesión católica”. Pero quienes más se ensañaron fueron “los mercenarios de la Federación Universitaria”, que desde 1930 “se convirtió en el dócil instrumento de la oligarquía argentina” (Astrada, 1982: 28). Lo cierto es que su exaltación y beligerancia, lo mismo que su motivación nacionalista, muy de época, plasmaron una imagen ideológica a la cual confluyeron hacia mediados y fines de la década su interés por Nietzsche y la elaboración del mito gauchesco, que propone como paradigma del espíritu de la tierra, base para la plasmación del ser nacional. Su adhesión heideggeriana le vale el estigma del nazismo, según se puede ver en la crítica de su tiempo (Alba, 1942; Flaumbaum y Rodríguez, 1942).
Astrada fue captado por la ideología peronista, aunque luego criticaría el “paternalismo” de Perón: “... el pueblo –el proletariado- engañado, carente de conciencia de clase, había sido víctima de un ominoso paternalismo, el cual le impidió adquirir una ideología orientadora. Fue fraudulentamente ‘enfervorizado’ por un seudo jefe con aparatosidad de revolucionario” (Astrada, 1964: 119). En 1948, en una conferencia en la Escuela de Guerra Naval, se pronuncia: “No lucha de clases ni pugna suicida de dos imperialismos, sino la tercera posición, cifrada en la convivencia justa de las clases y conciliación, si no renuncia, de los intereses y aspiraciones hegemónicos” (Astrada, 1948: 30-31). No sólo eso: el “positivismo liberal” y el marxismo incurren en errores al juzgar las causas de la I y II Guerra. El marxismo se limita a señalar las contradicciones de intereses del capitalismo, en la I Guerra, sin considerar el temor y los celos nacionales.
Por entonces Astrada dirigía el Instituto de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, de la cual se lo expulsó tras la caída del gobierno de Perón, en 1956. Era profesor de Gnoseología y Metafísica desde 1947.
Su reacción contra la Revolución Libertadora y la Universidad renovada es exaltada, tal como se puede observar, entre otros textos, en la II edición de El mito gaucho, de 1964. Pero también regresa a sus fuentes marxistas, ya desde antes de su expulsión. En 1956, con Hegel y la dialéctica, a propósito de cuyo comentario se enciende la polémica con Ernesto Giudici sobre el reflejo, se reasienta en definitiva en el campo doctrinario del que por momentos se había alejado.
Ofrece conferencias en Moscú; luego visita China y conversa con Mao Tse-Tung, a comienzos de los 60, y adopta tesis maoístas en relación con el problema de la contradicción, que reconoce tanto en la Naturaleza como en la historia, distanciándose con ello del marxismo occidental. Esta evolución se sobrepone a la línea Hegel-Lenin-Marx en cuya traza venía desarrollando su pensamiento. Ahora su línea de análisis, alejada siempre de la Diamat, discurrirá de Hegel a Marx, a Lenin y a Mao. Hegeliano marxista, con énfasis en la continuidad de la dialéctica, Astrada rechazará las posturas marxistas sartreana, gramsciana y frankfurtiana, lo mismo que de la escuela de Althusser. Así hasta el final de sus días, a fines de 1970 (Kohan, 2000: 143 ss.).



Inquietud endógena

El pensamiento americano, en la concepción de Astrada, recurre a Europa como fuente de inspiración metódica y doctrinaria. Así lo hizo en el siglo XIX, para madurar luego al punto constituirse con aspiraciones de autonomía. Para ello deberá discriminar entre los motivos conceptuales de raíz contrapuesta a la endógena, que han de rechazarse, y los que convengan a una construcción ajustada a la idiosincrasia y las orientaciones propias. Existe un rico material endógeno (en general, Astrada dice “autóctono”) que puede conformarse y proyectarse, apoyándose en pensamientos exógenos pero de proyección universal; pero se recurrirá a ellos de modo instrumental y no mimético. El resguardo de la autonomía del pensar supone para nosotros el predominio de lo autóctono sobre lo genérico: la consustanciación de la cultura con la tierra y el paisaje, que son propios del espíritu americano (Astrada, 1955: 131 ss.).
Astrada construyó su pensamiento en forma consecuente, orientándose a través de las doctrinas filosóficas, que influyeron en su inquietud endógena, teórica y práctica. Y esto le otorga un perfil singular en el panorama de la cultura argentina y latinoamericana. La polaridad genérica de su pensar, tributaria de los maestros y escuelas europeas, mantiene en su cambiante itinerario intelectual el status de lugar de la verdad, de modo que no se agota en su valor instrumental. Pero al verter sus convicciones teóricas en su viva inquietud identitaria construyó un paradigma de pensamiento endógeno. Editó una amplia producción “normalizada”, en el sentido de la expresión acuñada por Francisco Romero: técnica, con estilo y categoría filosóficos, en diálogo o polémica con los maestros europeos. Y al mismo tiempo, como parte de su construcción filosófica, se ocupa –desde 1934 hasta cerca de la hora de su muerte- de asuntos “situados”: problemas histórico-existenciales, temas de argentinidad que reclaman un tratamiento filosófico. Se dispone de lista de su producción en este punto, consistente en cerca de una treintena de trabajos. Se puede ver en la Biobibliografía que preparó su hijo Reiner (Astrada, 1992: 197-210).



El Mito Gaucho

Esta obra -El mito gaucho- que admite influencias de pensadores europeos, envuelve el recurso a teorías y categorías como la dialéctica, la praxis, el nihilismo y el existencialismo. Se pueden traer algunos ejemplos, a través de la glosa de los textos:
1. La oposición entre el gaucho Martín Fierro y el viejo Vizcacha es dialéctica. “Aplicamos el método de una axiología dialéctica” (la teoría de los valores y contravalores de Max Scheler, conectada de modo sorprendente con la categoría marxiana de dialéctica). Astrada dialectiza (historializa) los valores enfrentados; el viejo Vizcacha representa a la oligarquía anglófila de origen hispánico, que “niega” al gaucho. [Dialéctica]
2. La oposición Universal (Zeitgeist) / Nacional (Erdgeist) es dialéctica (ref., la tragedia de Antígona). Lo universal está vivo en la singularidad nacional, y esto último, el arraigo, tiende a elevarse a lo universal. La tierra y el espíritu se hallan en correlación dialéctica. [Dialéctica]
3. “El pueblo, cuando existe políticamente de verdad, es siempre ‘natura naturans’, que cohesiona una comunidad y un Estado, que es lo ‘naturato’. [Nuestra interpretación: el pueblo, fuente activa, sustentador de una praxis. Praxis.]
4. El espíritu no es sólo visión, iluminación del fin al cual tiende toda cosmovisión, sino también desvelo y arremetida para alcanzarlo (contra Husserl y Scheler, que lo conciben impotente, pura captación, sin acción alguna sobre la vida). [Segunda aplicación del concepto de Praxis].
5. En Martín Fierro el espíritu es impulso operante. Y el hombre argentino toma el impulso del fondo del mito, que ilumina sus pasos {vs. las generaciones “desertoras”, vueltas a Europa con actitud receptiva, sin nervio espiritual}. [Praxis]
6. El karma de Martín Fierro implica el eterno retorno, o destino recurrente que busca la “sustancia del momento plenamente vivido”. No constituye una proyección a una instancia sagrada, a una realización espiritual, sino que es la marca del ser auténtico, ser nacional o Erdgeist, Espíritu de la Tierra. [Esta expresión hegeliana está imbuida de la significación de “sentido de la tierra”, propia de Nietzsche. El cielo y la Cruz del Sur en la noche no señalan a otro mundo apolíneo sino que son parte del paisaje.] [Karma, Finitud, Nihilismo]
7. El eterno retorno de lo igual, petición de argentinidad, reemplaza a lo metafísico y lo religioso, “no desemboca en ningún Ser” (trascendente), no se encamina a un resultado final. [El Karma búdico que menciona es entendido en términos del Nihilismo].
8. El mundo es para el gaucho la pampa. Esta es un existenciario (ser en el mundo) del gaucho, y lo define. [Existencia, Dasein]
9. El impulso errático, la euforia andariega, la extensión como promesa de porvenir; el suelo, el clima, el paisaje son el gaucho. Pero éste está lejos de ser naturaleza, tal como lo malentendió nuestra generación romántica. [Existenciario. Ser en el mundo]
10. Para el gaucho el silencio es un modo de vida no derramado en palabras. Capta por el silencio, en el cual se le abre el mundo: es ontológico. En forma invertida, este silencio se plasma en valores expresivos profundos, raigales. El contenido del silencio se manifiesta en palabras vivas, en el gesto cortés y el ánimo hospitalario. [Habla heideggeriana]


La “esencia argentina”

Con estos parámetros se puede emprender la lectura de El mito gaucho, pero con una condición: que pasen a un segundo plano, o desaparezcan como el andamiaje usado en la construcción del planteo. Astrada elaboró su idea con categorías exógenas, pero el contenido y el sentido de la obra son endógenos. El Mito trata de la “esencia argentina”, la cual se plasma en centro de fuerza, en un mito de la comunidad argentina como suma de supuestos anímicos referidos a los fines a los que nos orientamos “históricamente”. Entonces nuestro sentido histórico verdadero supondrá asumir el mito, para autocomprendernos. No se trata del gaucho como representante del pasado sino como tipo de la argentinidad. Es el gaucho que “descubre” Astrada.
Es de un tipo étnico particular. Proviene de la hibridación de soldados árabe-andaluces con indios, y luego, de una nueva hibridación en la llamada conquista del desierto. Pero no importa tanto su sangre como su medio.
Apoyándose en la teoría de la herencia de Mendel sostiene que el hombre y todos los seres vivientes traen al mundo virtualidades, una serie de predisposiciones vitales que devienen realidad por acción del medio físico (temperie, clima, suelo, paisaje). Las cualidades reales en que se transforman las posibilidades o predisposiciones que traemos al mundo como herencia son el resultado del medio, tanto físico como social, y están en función de los factores integrantes.
En la plasmación y diferenciación de las estructuras antropológica el genius loci, el influjo anímico del paisaje, representa el factor constante y también determinante de las diferenciales particularidades nacionales permanentes; en cambio la sangre, sujeta al proceso cambiante y declinante de la vida, es el factor variable que da cuenta de las variaciones e interferencias que se acusa en aquéllas (Astrada, 1964: 51; 64-65).
Las fuerzas telúricas (suelo, clima, paisaje) actúan pues de modo más enérgico y constante que la sangre en la estructuración de un tipo de hombre (aquí el gaucho). Estas fuerzas son el rasgo dominante que preside a la hibridación étnica y a la hibridación antropológico-cultural, dicho sea en términos de Astrada.
Tales factores constitutivos se condensan en Martín Fierro, paradigma gauchesco, pampeano, del alma nacional, que vuelve en sus avatares (concepto del hinduismo, que se entiende en sentido figurado como reencarnación) en forma de “los hijos de Fierro”; así en los alrededores del año 1945.
Hoy, puesto que no lo vemos en su estampa clásica, creemos que el gaucho ha desaparecido del todo. Pero se halla como entelequia en el fondo del espíritu de los argentinos, “presente en el arte y las letras, y dispuesto a señorear con sobrada aptitud todas las modernas instrumentaciones de la técnica”.
La nación tiene “un invariado linaje de sentimientos”, al cual no se le puede imponer una manera de pensar (y al decir esto cita a Herder). La manera de pensar de un pueblo es la manifestación de sus sentimientos. ¿Dónde encontrarlos? En nuestro caso argentino significa fidelidad al karma pampeano:
“Sólo en la fidelidad al karma pampeano, dedicados a pulir el mito de nuestros orígenes nacionales, a realizarlo en las creaciones del arte y la poesía, esclarecerlo en el pensamiento filosófico, abrirle cauce en la ciencia y en las instrumentaciones de la técnica dentro de las estructuras sociales de una comunidad justa y libre, nos será dable promover, con sentido de futuro, la continuidad de nuestra estirpe, su florecimiento en renovadas selecciones”.
Con esta frase concluye El mito gaucho.


Observaciones

Se puede notar claramente que el recurso de Astrada a conceptos y teorías exógenas es instrumental, y por ello no se atiene a ellas con consecuencia. Se apoya en la dialéctica para describir el nexo entre los personajes, pero es una “dialéctica de los valores”, lo cual constituye una osada síntesis. No la aplica a la definición de lo argentino, puesto que el “genius loci” sería una constante fija a la cual ajustarse. Y este mismo espíritu nacional es parcial, porque se define pampeano, con implícita exclusión del locus andino y su gente.
La oposición de gaucho indo-morisco y comerciante porteño de sangre judía es oscura, y el esquema del Mito habría tenido otro cariz sin este planteo, epifenoménico pero perturbador.
Por último, algunas partes del Mito, en particular en la edición de 1964, están fuertemente influidas por los choques y enfrentamientos políticos e ideológicos. Esto también perturba. Pero podemos apartar del juicio estos aspectos, que enturbian la tesis central, la del genius loci, afirmada también por otros, como Ricardo Rojas, pero perfilada en el Mito como proyecto de autenticidad nacional en momentos en que la realidad histórica y social reclamaba una doctrina identitaria fundante de la “Nueva Argentina”, como quedó plasmada en el lenguaje peronista. ¿Es el Mito la justificación mitológica del “cabecita negra”, a quien se podría calificar de “hijo de Fierro”?
Esta pregunta debe quedar en suspenso en un planteo esquemático como el presente, que deja de lado la situación de bullente crisis histórica que imperaba a la hora de la publicación del texto, en elaboración desde hacía varios años. La cuestión del “ser nacional” se planteaba desde varias décadas atrás en toda América latina, y el Mito se ubica en este contexto. Pero no es casual que se redacte y edite en los alrededores del 45.



Bibliografía de obras citadas

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FLAUMBAUM, I y RODRIGUEZ, H., “Heidegger, filósofo oficial nazi, y su alumno Carlos Astrada”. En Orientación, Buenos Aires: 16/4/1942.
KOHAN, Néstor, De Ingenieros al Che. Buenos Aires: Biblos, 2000.
LLANOS, Alfredo, Carlos Astrada. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1962.


Síntesis bibliográfica de Astrada

“Heidegger y Marx”. En Cursos y Conferencias, año II número 10, Abril de 1933. También en Ensayos filosóficos, abajo citado.
El juego existencial. Buenos Aires: Babel, 1933.
Goethe y el panteísmo spinoziano. Universidad Nacional del Litoral, 1933. 23 pp.
Idealismo fenomenológico y metafísica existencial. Instituto de Filosofía, Universidad de Buenos Aires, 1936.
La ética formal y los valores. Universidad Nacional de La Plata, 1938.
El juego metafísico. Buenos Aires: El Ateneo, 1942.
Temporalidad. Buenos Aires: Ed. Cultura Viva, 1943.
Nietzsche, profeta de una edad trágica. Buenos Aires: Editorial La Universidad, 1945. Segunda edición, Nietzsche y la crisis del irracionalismo. Buenos Aires: Dédalo, 1961.
Sociología de la guerra y filosofía de la paz. Instituto de Filosofía, 1946, Ed. Coni, 1948 31 pp.
“Surge el hombre argentino con fisonomía propia”. En Argentina en marcha, Buenos Aires, 1947, p. 15.
El mito gaucho. Buenos Aires: Ediciones Cruz del Sur, 1948; II edic., 1964.
Ser, Humanismo, existencialismo. Buenos Aires: Kairós, 1949, 53 pp.
“El existencialismo, filosofía de nuestro tiempo”. Mendoza: Actas del Primer Congreso Nacional de Filosofía, 1950, UNC, tomo I, p. 349. “Metafísica de la infinitud como resultado de la ilusión trascendental”; “Relación del ser con la ec-sistencia”. Actas, Tomo II, pp. 660 y 655.
Destino de la libertad. Para un humanismo autista. Buenos Aires: Kairós, 1951.
El aporte del romanticismo al proceso cultural del país. Esteban Echeverría y los principios programáticos para una cultura nacional. Buenos Aires: Ministerio de Educación, Cuadernos de Extensión Cultural, 1952. 29 pp.
La revolución existencialista. La Plata: Nuevo Destino, 1952.
Hegel y la dialéctica. Buenos Aires: Kairós, 1956.
El marxismo y las escatologías. Buenos Aires: Procyon, 1957; Juárez Editor, 1969.
Marx y Hegel. Trabajo y alienación en la Fenomenología y en los Manuscritos. Buenos Aires: Siglo XX, 1958. Reedic., Trabajo y Alienación. Buenos Aires: Siglo XX, 1965.
Humanismo y dialéctica de la libertad. Buenos Aires: Dédalo, 1960.
“Filosofía de la existencia y antropología filosófica”. En Virasoro, M. A., Astrada, C., Agoglia, R. H., edit., Bahía Blanca: Universidad Nacional del Sur, 1960, 29 pp.
Dialéctica y positivismo lógico. Universidad Nacional de Tucumán, 1961; Devenir, 1964.
La doble faz de la dialéctica. Buenos Aires: Devenir, 1962.
Tierra y figura. Buenos Aires: Ameghino, 1963.
Ensayos filosóficos. Bahía Blanca: Universidad Nacional del Sur, 1963.
“La dialectización de las figuras en la Fenomenología del Espíritu”, en VV.AA., Valoración de la fenomenología del espíritu, Buenos Aires: Ed. Devenir, sin fecha.
Humanismo y alienación. Buenos Aires: Devenir, 1964. 30 pp.
Fenomenología y praxis. Buenos Aires: Siglo XX, 1967.
La génesis de la dialéctica. Buenos Aires: Juárez, 1968.
Dialéctica e historia. Buenos Aires: Juárez, 1969.
Heidegger, de la analítica ontológica a la dimensión dialéctica. Buenos Aires: Juárez, 1970 (incluye trad. de “De la esencia de la verdad” y “La doctrina de Platón acerca de la verdad”).
Nietzsche. Edición retocada por Reiner H. Astrada. Buenos Aires: Almagesto-Rescate, 1992.


Bibliografía sobre Astrada

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* Extensa bibliografía actualizada en Guillermo David, Guillermo, Carlos Astrada, la filosofía argentina. Buenos Aires: El Cielo por Asalto, 2004.